Eran 2:35 y yo aún no lograba conciliar el sueño.
La cama era demasiado cálida para mi gusto.
El caer de la lluvia estallaba contra mis tímpanos, demasiado perceptivos; solo para recordarme que era quien siempre me seguía.
Pero en esta ocasión, en aquella sequía, casi me olvido de ella, cegada por la penumbra del sempiterno invierno y el viento.
invierno... una época que ya no sería más que una racha de frivolidad en mi vida.
La lluvia descendía tan caudalosa que en sueños parecía un diluvio.
Yo la amaba, amaba su esplendor, y su persistencia, siempre que cada gota fuera tan perdurable como la anterior.
La maldición seguía ahí al acecho. Amaba como dolía, sabía que debía irme y no quería,.
Iba a dormir mientras sus murmullos suplicaban que no. El deseo era irrevocable, el olvido era inconcebible.
Su aroma era patente, el sentimiento inconfundible, su expresión inescrutable...
Un hombre alto y delgado me tomó del brazo y me sacudió.
-Señorita, no puede dormir en una biblioteca, tiene que retirarse si es que desea hacerlo. Valla por favor a...
¿ Se... se siente usted bien? Tiene un aspecto muy pálido y desmejorado...
Aquel hombre parecía estar más aterrado que preocupado. Y no era precisamente que no debiera dormir dentro de una biblioteca si no que parecía más bien que iba a desmayarme o en un caso menos extremo a vomitar, lo cual desde luego, hubiera resultado asqueroso y por supuesto que me habría avergonzado.
-Si, disculpe. Me retiro, con permiso.
-Es propio.
No quise ver la expresión de aquel hombre de nuevo, quizás habría pensado que estaba demente o tal vez ebria.
Me acerqué a la puerta, lloviznaba. Genial.
¿Acaso era que nunca cesaría?
El tenía razón. Cuando dijo que no importaba lo rápido que corriera ni que tan lejos llegara, comprendí que no tenía por que ser una metáfora. Aquella maldición era completamente real.
Abrí mi paraguas y caminé hacia afuera recorriendo el camino de regreso a casa.
Nadie en casa esperaba por mi, igual que siempre...
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